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Sordo y ciego

Básicamente de sobrevivir me acuso estos últimos meses, aunque empiece el post con un puñetero adverbio. Creo que ya he olvidado cómo escribir sin cometer faltas, pero no pienso ponerme de rodillas y pedir perdón por algo que con toda seguridad, también hacía antes, por mucho que no me lo echase en cara. Las cosas suceden deprisa, y no da tiempo a parar un momento y mirar al costado, por si acaso de reojo miras para atrás y te sorprende un esqueleto completo persiguiendo tu carne desnuda. "Déjame en paz!" podrías decirle; o alcánzame de una vez, que ya casi ni te reconozco; eso sería algo muy parecido a la definición proustiana de sobrevivir: a ver qué coño le digo a estas dos partes de mí para que se pongan de acuerdo. De sobrevivir me acuso, y la pena de prisión la conmuto por aguantarme a mí mismo un rato más, a la fuerza indefinido; por arriesgarme a vivir deprisa por muy lento que resulte el proceso; por viajar de espaldas a los pájaros y no reconocer el otoño a finale

La plaza

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Mayo entra con fuerza, sin pedir permiso a los pájaros que aún picotean el mes de abril. El porche se llena de gatos al sol, y entre sus patas se deslizan las flores; se desperezan al ritmo del aire; ronronean con la última luz de la tarde. Pretendía escribir una carta lo suficientemente pretenciosa como para olvidarla de inmediato, pero estoy absorto en el empedrado de esta plaza. Losas de granito recogen en cuadrados los guijarros, simétricos, rematados en forma de cruz. Y se me antoja difícil recordar cada pisada mía, cada cuerpo infinito sobre la dureza del piso, ya desgastado por el paso del tiempo. Pájaros picoteando migas de pan. Gatos al acecho. Una estúpida carta que jamás escribiré porque no tiene destinatario. Esta plaza de piedra centenaria que también soportó mis pisadas en otros días de mayo.

Lugares

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Pesa en mi corazón la lluvia de abril. Empieza todo a hacerse triste, como un espejo descascarillado. A trocitos fui guardando las luces que tenía de ti:  la sombra del escote, vivo y suave; el hueco de la nuca, donde tantos besos dejé a buen recaudo bajo tu pelo; el milímetro de piel en que cada lunar, por pequeño que fuese, respondía al rozar su nombre. Memorizaba la geografía de tu cuerpo como un acto inexpugnable, porque creí que iba a ser imposible olvidarlo. Y ahora esta lluvia de abril borra el olor de tu sexo, que yo creí eterno. ¿Dónde está? ¿A qué lugar se han ido los años, los besos perdidos, tu piel? ¿Cómo es posible que no los encuentre en el corazón?

Movimiento.

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Enero sigue su curso sin apenas mirar atrás. Aprieto el paso. El frío y la lluvia arrecian, a zarpazos, y engancho el paraguas de los días grises en las farolas, a ver si así me llega algo de luz. La soledad en el bullicio de la ciudad ¡es tan real! como la calle adoquinada que sube, que baja, que quiebra la esquina y parte la acera al son del chapoteo de mis zapatos. Hoy no. Eso que me hace volar a ras de suelo tiene otro nombre que no rima con soledad. A veces yo la sueño tranquila, en el reflejo de un escaparate, en las sombras donde hace un instante he mirado, en el paso limpio, en el beso suave;  otras veces húmeda y provocativa, pegada a los huesos, apretada a la carne y con las gotas de agua respirando en la piel; y no me explico cómo somos dos, siendo uno; y sueño despierto que somos uno, siendo dos. Tengo prisa por llegar a ningún sitio. Movimiento. La razón me habla de líneas rectas entre tú y yo, y el espíritu se empeña en dar vueltas con nosotros: mi destino parece si

Las doce en punto

Empiezo el año con sed. He dejado el remolque aparcado en la plaza de diciembre,  y he dado cuerda a mi reloj de cuco hasta las doce en punto. Lo abandonaré a su merced cuando cumpla sus quehaceres,  porque grita de placer al romper mis silencios. Sólo sirve a sí mismo. En su lugar pondré un póster de alguna playa,  de manera que en vez de recordarme las horas y esclavizar los minutos que faltan hasta la próxima alerta, me haga olvidar el tiempo. Sí,  una cálida playa al borde del azul; tranquila, ajena a su belleza y con ese puntito imprescindible de sal.

Autorretrato

Escribir es mucho más fácil que leer entre líneas. Mi yo, omnisciente, pletórico de ideas, vestido de hábitos que deslizo en negra tinta mientras me encargo a fondo del hombre que se refleja ahí, en el espejo. A veces le veo como el retrato de Dorian, con ridículas ínfulas de Maquiavelo, pero su  pose es de una impostura incalculable: él hace como que piensa y me mira; yo en cambio, le miro y pienso. Y por un momento quisiera echarle algo en cara, preguntar y decir lo que de él espero: algo así como que deje ya de leer entre líneas y se ponga de una vez a escribir, aunque sea en verso.

Secretos

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Café con una pizca de azúcar para iluminar esta tarde, como preludio de una conversación cargada de extraordinarios secretos. El lugar no importa; basta una mesita a la altura de las expectativas, y un par de sillas incómodas que las rebajen, por si acaso hay que salir corriendo. Por lo pronto, el brillo de tus ojos va a juego con la cucharilla de plata; yo uso con torpeza los míos para disimular la timidez. Así que empezamos con la sonrisa en la cara, apalancados en la ruleta de las anécdotas y las costumbres, mientras tus manos y las mías analizan la mejor manera de cincelar, a toda prisa, un monumento al perfecto desconocido. Deshacemos en milhojas los momentos importantes, aunque nos hayamos pasado media vida queriendo restarles importancia. Azúcar encima de las heridas, ya cicatrizadas a base de sal. Sabemos de memoria las encrucijadas de nuestros nombres, y esperamos que el otro sea capaz de grabar a fuego, en un instante, un nuevo punto de partida con rumbo fijo a la ete