Resplandeces


Mi querida luciérnaga:

Te escribo esta carta porque no sé cómo darte las gracias. Tú me conoces. Me has visto aparecer como un intruso y colonizar sin miramientos este jardín. Llegué a la casa con el alma en los huesos, acarreando un sinfín de cajas de cartón con etiquetas identificativas. Aquí los cuadros. Allí los libros. Un edredón demasiado grande y unas sábanas, el sillón y la lámpara, las teclas desniveladas de la vieja máquina de escribir; mi guitarra española; los portafotos vacíos que le regalé. Se me cayó la casa encima, ya sabes. Aquellas cosas que desembalé sin ganas apenas las reconocí; no supe si alguna vez fueron mías, o quizá de alguna otra persona que, dentro de mí, en un tiempo lejano utilizó. Pasé cien noches junto a la chimenea, y todo era humo, y polvo y niebla espesa. A mi lado, los folios en blanco que un día soñé apretados de vida, de recuerdos e historias para compartir. ¿Compartir? Sé que en ese salón morí muchas veces, y otras tantas me levanté como brasa sepultada entre las cenizas, asustado de despertar a un mundo desconocido.

Vi la luz a través de la ventana, en una noche sin luna. Tu pequeño cuerpo fosforescente se encendía y apagaba como la vieja farola que dejé atras, en el portal de su calle. Descifré el mensaje. Toda mi existencia quedó prendida de ese instante, entre alfileres de amargura y dolor. Lloré. Me vacié de lluvia hasta quedar exhausto, tendido en el suelo de la habitación. Salí tambaleándome a buscarte, mi luciérnaga, al jardín. Al acercarme, echaste a volar. Otra vez. Otra vez más, igual que ella.

He recuperado mi máquina desvencijada para escribirte esta carta. Quiero volcar en papel los días perdidos, la melancolía, las risas, los cachivaches del amor que un día sentí. Algo encendiste dentro, que está terminando por incinerar los restos de rencor y celos: he de aprovecharlo hasta que no me haga falta; he de conservarlo hasta que ya no quede nada por reprochar. Vuelves cada noche a revolotear alrededor de mi jardín. Resplandeces. Flotas en la mirada. Pude tocarte con la punta de mi alma y desde entonces, me prestaste un trocito de tu luz.

Déjame darte las gracias.

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