Bandera roja


Vuelvo a la arena. Es un contraste curioso, aquí, en los bordes de la playa. La humedad de las olas roza el rostro cuando miras hacia adelante, (con la estúpida intención de interpretar la brisa)  pero tus pies descalzos fondean en la arena seca, agarrándose a la aspereza de lo que una vez fue roca viva. Querer andar sobre la superficie del mar no es cosa de dioses: yo podría hacerlo a todas horas si quisiera bucear en ti. Aún no me dejo. Y no encuentro una razón convincente entre todas las definitivas para apartarme del placer de querer y ser querido, así que actúo en consecuencia. Sería fácil si hubiera un interruptor con un gran letrero que anunciara los peligros de esta febril marea que a veces hipnotiza. Sube y baja; arranca los sonidos de la luna y hace postrarse al más valiente a merced de su capricho. Y si por un momento te dejas llevar en ese vaivén de locura, no salgas de allí, porque podrías encontrarte que tus movimientos han transformado lo que dejaste atrás.

No sería ya la misma playa: no lo volvería a ser jamás.


Comentarios

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  2. Pero a pesar del interruptor, o de la bandera, nos gusta el riesgo y necesitamos de ese estado adrenalínico que nos acrecenta el deseo... el cálido y adictivo deseo.

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