Desde aquí veo a las personas pasear deprisa, enfundadas en sí mismas, caminando hacia todas partes. A veces les convierto en objeto de estadística, en números cuyos porcentajes tienden de cero a infinito. Sus deseos y pensamientos, el amor, la tragedia, la esperanza y el sufrimiento viaja sobre sus espaldas en forma de gráficos de Gantt. Fíjate esa mujer con tacones, allí, torciendo la esquina: viene resuelta, devorando el mundo a cada paso. Y ese hombre que se cruza con ella no tiene más remedio que volver la mirada, mitad con deseo, mitad con verdaderas ganas de saber de dónde saca tal aparente seguridad. Qué será impostura, qué realidad. Yo lo registro en las tablas de mi imaginación y evalúo, como un gurú de los pensamientos ajenos. A ese niño, un nueve en inocencia. A la mujer que le lleva de la mano y que cruza el semáforo en rojo, un tres en responsabilidad.
Mucho más fácil calificar a los demás, que enfrentarse al desagradable hecho de valorarse a sí mismo.
Sordo y ciego
Básicamente de sobrevivir me acuso estos últimos meses, aunque empiece el post con un puñetero adverbio. Creo que ya he olvidado cómo escribir sin cometer faltas, pero no pienso ponerme de rodillas y pedir perdón por algo que con toda seguridad, también hacía antes, por mucho que no me lo echase en cara. Las cosas suceden deprisa, y no da tiempo a parar un momento y mirar al costado, por si acaso de reojo miras para atrás y te sorprende un esqueleto completo persiguiendo tu carne desnuda. "Déjame en paz!" podrías decirle; o alcánzame de una vez, que ya casi ni te reconozco; eso sería algo muy parecido a la definición proustiana de sobrevivir: a ver qué coño le digo a estas dos partes de mí para que se pongan de acuerdo. De sobrevivir me acuso, y la pena de prisión la conmuto por aguantarme a mí mismo un rato más, a la fuerza indefinido; por arriesgarme a vivir deprisa por muy lento que resulte el proceso; por viajar de espaldas a los pájaros y no reconocer el otoño a finale
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