Una noche de Jazz


Acabo de volver de un festival de jazz en una población cercana, y todavía me bailan las rodillas al ritmo de los gintonics. No puedo parar. La solista nos ha regalado una voz melodiosa, sugerente, suave y unas caderas bamboleantes de contorsionista profesional. Ha sumido al auditorio en una especie de trance del que despertábamos solo para aplaudir. Si tuviese poder, le daba las llaves del gobierno; si fuese atractivo, las de mi casa.

La cuestión es que nos hemos reunido muchos amigos que correteábamos felices en otros tiempos por las calles de la adolescencia, y cuando nos miramos, ya no es necesario hacer guiños cómplices o caricaturas medidas para saber cómo fuimos y qué ha sido de nosotros. Todo se sobreentiende, porque compartimos vivencias irrepetibles. Cuando acabas de conocer a alguien, empieza una nueva historia en la que cuentas tu pasado convenientemente filtrado por el tamiz de la memoria; aquí es al revés: nada tienes que contar, porque viviste experiencias comunes hasta una determinada fecha, y a partir de allí, solo quedan anécdotas inconcretas y parabienes huérfanos de contenido, cada vez más espaciados en el tiempo, hasta llegar con muchos de ellos a los saludos genéricos y a la pregunta de cómo te ha ido y joder, no has cambiado nada; toda nueva conversación se limita a las referencias a un pasado que no volverá. Y vemos nuestra decrepitud en la cara del amigo. Adivinamos cierta tonsura en la nuca, o unas incipientes canas que pegan con el blanco de los ojos. Y es entonces cuando soñamos con aquellos primeros amores y los juegos preliminares en el poyete de piedra, tan inocentones como excitantes; en las horas muertas con la guitarra mientras nos resguardábamos de la lluvia; en la juventud perdida y en parecer completamente libres sin temor a la responsabilidad.

Sí, esta noche la cantante ha hecho bien su trabajo. Igual que los gintonics. La nostalgia ha derivado en sarcasmo y risas para ahuyentar siquiera por unas horas nuestra propia mediocridad. Nos hemos despedido como siempre, emplazándonos para otros conciertos similares el año que viene, sin excusas. Un beso, adiós, que vaya bien. Al despedirnos, vemos alejarse sobre la espalda del amigo nuestros propios fantasmas, y no nos queda más remedio que exorcizarlos con una última copa en la barra del bar.

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