Arriba y abajo.

Carmen miraba por la ventana de su dúplex, absorta y pensativa. Acababa de recibir un email importante de su agente con un nuevo trabajo fuera de la ciudad, y repasaba mentalmente las instrucciones. Tenía que reunirse el domingo con él, en el café Beluga, a las 11:30 de la mañana, donde le daría un sobre, con un nombre y su foto, una dirección y el anticipo acordado. Lo de siempre. Aún le quedaba un día entero hasta su cita, y pensaba aprovecharlo; al menos hasta la comida. En un par de horas, su vecino Carlos, el informático, cortaría el césped de su jardín siguiendo como siempre un patrón preestablecido, en cuadrículas de diez metros por diez; arriba, derecha, abajo, derecha, hasta que llegaba a la siguiente porción de jardín. Carmen subió las escaleras y llegó hasta su habitación. Accionó el termostato de la ducha y se metió debajo, disfrutando del agua tibia sobre su cuerpo. En el vestidor, eligió el bikini azul que se compró hace un par de días en el Centro, y que apenas le cubría el tamaño de sus pechos. Se lo puso con rapidez y las aureolas de los pezones se marcaron en el espejo de enfrente. Perfecto. Bajó a la cocina y se preparó un vermout con mucho hielo, pulpa de limón, sombrerete de colorines y pajita. ¡Ah!, la aceituna. Bien, a tomar un poco el sol en la terraza. Cogió sus gafas ahumadas y se tumbó de espaldas en la hamaca, frente a la casa del vecino.


No pasaron más de diez minutos hasta que Carlos, el informático, salió a cortar el césped. Disimuladamente, como si no la hubiera visto, accedió a la caseta de herramientas donde guardaba la máquina cortadora. Carmen oyó cómo encendía el cortacésped y apretaba de forma violenta el gatillo del acelerador. Salió la máquina de forma abrupta hacia adelante, y a Carlos casi se le escapa si no la hubiese agarrado con fuerza. -La estaba mirando el culo, con toda seguridad- pensó Carmen, mientras se daba la vuelta. Observó cómo Carlos, ahora lentamente, dirigía la cortadora de arriba hacia abajo, arriba, abajo, y sonrió halagada. Hasta el más fijo de los patrones o costumbres podían cambiarse con una buena motivación.


Era hora de comer. No podía permitirse el lujo de perder más tiempo con todo el trabajo que tenía por delante. Se vistió cómoda, de estar por casa, y bajó a la cocina. Cogió el cuchillo más afilado y con maestría cortó cebolla, apio, lechuga, un par de tomates y medio pepino; condimentó la ensalada con aceite de oliva y vinagre de Módena, algo de albahaca fresca y una pizca de sal. Mientras lo hacía, pensó que no había tenido suerte con los hombres; no le duraban nada, apenas un suspiro. Luego, sacó un filete de pollo de la nevera y lo pasó a la plancha por la sartén. Poco hecho, asustado. Abrió media botella de rosado espumoso y se sirvió en copa alta. -Sí, como los hombres, mucha espuma y poca chicha- Comió todo con hambre y pronto se sintió satisfecha. Encendió el equipo de música y se puso a lavar los platos. Jazz en el ambiente. En muy poco tiempo quedó todo perfectamente recogido. Impecable, como a ella le gustaba.


Pasó al salón. Corrió las cortinas y la estancia quedó en penumbra. Accionó un pequeño interruptor simulado en la lamparita de la mesilla, y del suelo, en el mismo centro del salón donde descansaba la televisión plana y su mesa de apoyo, emergió silencioso un armazón metálico lleno de compartimientos. Eligió dos Berettas gemelas con silenciador, de doce disparos cada una, y un revólver Smith-Wesson de cañón corto de dos pulgadas y media, ideal para esconderlo pegado al muslo con una falda ceñida. Se sentó en la mesa y sin prisa, desmontó las armas y lubricó los mecanismos con aceite hasta que consiguió que deslizaran sin ningún pequeño chasquido. Revisó los muelles de los cargadores y limpió las juntas hasta que no quedó imperfección alguna. El rifle de precisión Rubin no iba a necesitarlo: sería un trabajo fácil, a corta distancia. Una cita, algún que otro achuchón, y el pollo frío en el coche camino de casa. O quizá en la cama de algún motel, con los pantalones por los tobillos y un agujero en la sien. Con suerte, en un par de días estaría de vuelta y podría de nuevo dedicarle tiempo a Carlos, el informático. Carmen sintió un escalofrío de placer al recordar cómo su vecino manejaba sin descanso el cortacésped: arriba y abajo, arriba y abajo.

Comentarios

  1. Excelente psicología del personaje, muy bien llevada la frialdad de Carmen, dispuesta a matar, si la causa lo requiriera, hasta al informático.
    Me gusta como narras. Ya te lo he dicho ¿no?

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Maribel. Te has propuesto darme ánimos para seguir, no es verdad? Desde luego, no puedo quejarme del único público que tengo. Poquito, pero de alta y contrastada calidad.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. No creas, también hay público silencioso, de los que no dejan comentarios. Quien te haya leído alguna vez seguro que vuelve.
    Feliz fin de semana.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Sordo y ciego

Movimiento.

Secretos