Patología de un paisaje (V de VI)


Adam

Me quedé con su cara. Cuando entró en la ferretería a pedir por favor una cafetera de dos tazas, le dediqué la mejor de mis sonrisas mientras calculaba de reojo sus proporciones anatómicas. Sin embargo, no sé que vi en sus ojos: una extraña mezcla de soledad y tristeza, como si alguien o algo empozara su mirada. Merecía sin duda un buen epitafio. La seguí y averigüé que vivía a un par de manzanas de la tienda. Me hice el encontradizo y tomamos los dos un café cortado, con una sola cucharada pequeña de azúcar. Me dijo que le recordó a alguien, y luego se echó a llorar como una loca. ¡Dichosa empatía!. Me esforcé lo suficiente para, poco a poco, ganarme su confianza.

Todavía no he decidido cómo matarla. Estuve a punto hace unos días, cuando ella visitó a su patética ex–pareja en mi cementerio. Desde la ventana observé como andaba hacia esa parcelita del fondo suroeste donde hace algún tiempo no encuadraba del todo la tumba de mármol. Bajé de tres en tres la escalera y la seguí de lejos. Allí estaba Lucía, sentada y hablando en voz baja, como si los cadáveres putrefactos pudieran escucharla desde el averno, o donde coño estuvieran. Fue cuando me di cuenta que ella sobraba. Rompía de forma desagradable la perfecta simetría de aquel panteón: si antes había una tumba solitaria ahora era una hermosa pareja: dos lápidas blancas, centradas de forma armónica debajo del frontispicio, con el sello familiar, y un ángel con las alas desplegadas que custodiaba la entrada al mausoleo. Si Lucía llega a quedarse cinco minutos más, yo no hubiera tenido más remedio que acabar con ella ahí mismo, aun con el riesgo y la molestia de no haber podido ajustar del todo su epitafio.

Comentarios

  1. Debo decir que esto me ha sorprendido mucho, mucho. No creí que las obsesiones de Adam fueran tan enfermizas, por tanto has conseguido darle un vuelco a la historia que a la vez provoca un vuelco en el corazón. Ya descubriré el final.

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