Podéis verlo como yo.

Ahí le veis, encorvado por el peso de los años; en una mano el bastón y en la otra un ramillete de claveles blancos. Ahí le estáis viendo, cómo camina trabajosamente entre el laberinto de mármol, flanqueado por un mar de cruces erguidas y cipreses melancólicos.

Ahí está, ya ha llegado. Mirad cómo se quita el sombrero con respeto; ahora posa su mano en la lápida, y acaricia levemente la inscripción de la fría piedra; cómo quita el polvo, cómo deja a un lado en un pequeño jarrón de barro las flores frescas, sustituyendo las ajadas por el paso del tiempo. Mirad cómo susurra y reza, cómo dispone su frágil cuerpo para acomodarse un rato, a su lado.

No se queja; se ha acostumbrado a visitarla todos los primeros días de noviembre, cuando ya las tardes caen deprisa y el frío cuaja las gotas de lluvia. Al principio fue difícil, después de toda una vida compartida. Cuando ella murió, él se convirtió en un fantasma, y deambulaba entre las cuatro paredes de su casa, esperando encontrarla detrás de las esquinas. La angustia y desesperanza dejó paso al dolor, y un día ese dolor le dejó exhausto, agotado de sombras, llegando la tristeza como un manto que abarcaba todo.

El habla de cómo van las cosas desde que ella no está; habla de sus hijos, de cómo van los nietos; cuenta una por una las historias que le llegan de paso, y se lamenta de no poder afrontar con ella todo lo que le ocurre. Recuerda los buenos y malos momentos que tuvieron que pasar juntos; pero sobre todo echa de menos los largos días en los que parecía que nada pasaba, pero todo ocurría. Esa rutina que los hizo indestructibles, en las que los defectos de cada uno se limaban y ajustaban como piezas sensibles de un gran mecano. Recuerda el principio, cuando todo era pasión y bellos sentimientos. Recuerda también cuando los sentimientos dejaron paso a la férrea voluntad de amar. La rueca de la vida siguió girando, y a partir de ahí, entre alfileres, hicieron una madeja tupida que no se quebró hasta su muerte.

El nunca pudo decirla adiós. Como esta tarde, siempre se despide con un gesto de cariño y la promesa de volver a verla pronto. Podéis ver cómo se levanta y se santigüa; cómo recoge su sombrero y se lo cala hondo, hasta ser de nuevo una sombra que gira sobre sus pasos para recorrer de vuelta el camino que se pierde más allá de este camposanto. Sí, podéis verlo como yo: él sigue amando. Os lo dice aquella que escucha sus oraciones y sabe cómo es su corazón. Os lo dice aquella que no espera, porque ya ha llegado. Os lo dice la que ha muerto y anhela encontrarse de nuevo con él, su amado, antes de vivir para siempre.

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